18 de Mayo del año 1058 d.C.
-Así, que estas son mis tierras...-
Robbert observó con fruición el terruño del que había tomado posesión mientras tosía: La tierra era eternamente verde pero oprimida por un mando de niebla eterna que hacía crecer las malas hierbas y helaba los pulmones y huesos de las gentes poco acostumbradas. Sus moradores eran rudos montañeses, de piernas y pies musculosos, excesivamente musculosos, sus largos cabellos rubios como el sol del añorado mare nostrum pero gruñudos y llenos de piojos y otros insectos no identificados. Sus miradas hoscas se posaban en los ojos de su nuevo amo:
Un joven italiano de tez dorada, curtida por el sol y el agua salada del mediterráneo. Gallardo y confiado, de sonrisa blanca, excesivamente blanca, cabello moreno y bien peinado. Postura noble y digna, ojos apuestos y ropas elegantes y llenas de bordados.
La delicia de cualquier dama de cualquier corte sureña y el asco profundo de los rudos montañeses.
El afecto entre dominus y siervos era común. Ellos escupían a sus delicadas botas y él pateaba sus traseros... y sobretodo esa manía de usar el arado y los bueyes...¡ah, maldito y estirado pimpollo!, juraban entre dientes... ellos que habían vivido de la caza toda su vida y recolectado las bayas del campo, ellos que retozaban con sus esposas (o no esposas) en sus cabañas, ellos que tenían manadas de críos correteando sin saber de que padre era cada cual... ahora se veían obligados a arar los verdes campos y cuidar bueyes, usar el arado y comportarse como fieles cristiano... ¡ah desgraciado italiano!
Robbert por su parte se desesperaba. Hacía tiempo que buscaba un arquitecto para construir algo similar a un palacio pero entre los montañeses apenas había gente con conocimientos más allá de una choza de paja y traer a uno de los magníficos arquitectos italianos le costaría un ojo de la cara. Y no estaba dispuesto a perderlo cuando durante todas sus batallas navales contra piratas no lo había perdido, vaya que no. Se conformaba con los fríos muros de piedra y la techumbre de la gran casa que había mandado construir.
Además le había costado encontrar un cura. Nadie quería ser el confesor del de Amalfi sabiendo que tendría que recorrer los caminos embarrados de las montañas para cristianizar a estas gentes. Finalmente se había presentado un anciano lleno de energía que había oído los relatos sobre el bisabuelo de Robbert: Guiscard El Amalfitano, el marino que había combatido junto con el estirado y noble bardo al que apodaron “Perro sin pantalones” bajo la bandera del pollo de goma de Hagen, Dueño y Señor absoluto del frío Norte.
Lo pero de todo, sin embargo, era la añoranza... ¿por la patria? nhá, en absoluto... por las fiestas de los nobles italianos, los galanteos con las damas de los dichos nobles y los posteriores “raptos” de las susodichas. ¡Ah! ¡quién iba a querer ahora ak pobre y desdichado Robb? Lleno de barro hasta las rodillas y con unos subditos arrogantes y desagradables...
Las noticias que llegaban a sus verdes montañas eran pocas. Robb pensaba que sus montañeses se comían a los correos en sus cabañas paganas. Las noticias sobre la guerra eran escasas, parecía que había llegado un momento en el que el terco orgullo de sus combatientes les hacía acabar la contienda pero sus manos, llenas de cicatrices, estaban ya cansadas de empuñar la lanza, el arco y la espada.
-¡Oh bueno!, tendrían que venir a luchar contra estos montañeses. Esto si que es una guerra, pero ¡ah!, aunque me cueste la vida, tarde o temprano aprenderán a usar el arado o morirán con la cabeza bajo los cascos de los bueyes. Lo juro.
Robbert D´Amalfi

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