10 de Febrero del año 1061 d.C.
Llega el alba. Los tenues rayos de luz se cuelan por la ventana. El fresco de la mañana atenaza mi rostro.
Fijo la vista y veo la armadura con signos de haber sido reparada muchas veces por los desperfectos adquiridos en innumerables batallas. A su lado, recostada la espada que ha puesto en fuga a infinidad de enemigos, mellada y con los primeros síntomas de óxido. Aún se aprecian manchas de sangre en su superficie.
Miro atrás y veo a los jueces con caras serias, equipados con sus varas de diferentes tamaños y ataviados con sus togas de moralidad y dignidad pretendida. Los escucho recitar sus leyes acostumbrados a aplicar sentencias contradictorias sin que nadie se rasgue las vestiduras.
Veo a la lógica herida de muerte deambular por los campos, solicitando clemencia sin que nadie la atienda, y veo en los foros de sabios, cómo se sienta cátedra atentando contra todo su legado.
Veo a la sinrazón cómo camina triunfal entre centenares de cadáveres que se pudren al sol. Escucho el lamento de los heridos, que sin esperanza de ser atendidos maldicen su suerte.
Veo como se arruinan los campos y derriban las fortalezas que mantuvieron seguros los reinos, a golpe de aportación y con el pretexto de un falso realismo donde se ignoran los principios básicos de la semántica de los argumentos.
Veo partir las huestes de voluntarios hacia un futuro incierto, donde el mayor enemigo no lucha a espada, sino con triquiñuelas de estado, donde las trabas a su buen hacer son más poderosas que cualquier ejército.
Veo el desencanto de los vencidos, que tras rechazar a todos los enemigos sucumben ante el mordaz tiempo. Miro la sala de trofeos, hay centenares de estandartes capturados en batalla. Algunos ocupan lugares de privilegio, por su buen hacer al guerrear, otros merecen estar amontonados sin dignidad por su vergonzoso proceder. Todos ellos muestran el ardor de la batalla, algunos manchados de sangre, otros despedazados por la contienda. Todos inertes en la sala que permanece en silencio, aunque al revisarlos regresan a mí los ecos de las batallas.
Me alzo del lecho apesumbrado, quejoso y maltrecho. Con la esperanza rota y de mano de la desesperación. Veo caminar a mi lado al desánimo y al inconformismo, les saludo con forzada sonrisa. Busco a la dignidad con la mirada, me duele su ausencia.
Camino con paso firme y seguro. Noto un viento helado que inunda la sala. Mis ojos se posan una vez más en ella. Me cautiva su rostro. La veo tender su mano hacia mí. Su dulzura contrasta con el terror que impone en los campos de batalla, donde reina suprema llevándose a los caídos. Siempre la tuve cerca, pero nunca antes me tendió su brazo. Su dulce mirada me llena de tranquilidad.
Miro atrás y veo rostros amigos, impotentes ante los acontecimientos que se suceden. Veo la desaprobación en su semblante, y la resignación ante lo inminente.
Desenvaino el acero. El brillo de la daga contrasta con su oscuro destino, baño su punta con un sutil veneno, cargado de razones y afiladas palabras. Con decisión y determinación alzo el hierro y lo hundo en mi vientre. Siento el abrazo de la gentil dama de fríos dedos que me acompaña solícita y amable. Noto su llamada mientras la luz se aleja de mis ojos. En mi recuerdo los buenos momentos vividos, los amigos, la buena lid de algunos enemigos. En mi olvido, el mal hacer y mala conducta de unos pocos.
A todos mis mejores deseos,
Joan Lluïs Vives

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